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Story

Homilía pronunciada por Dick Hadel, SJ por la Misa celebrada en honor a los jubilados de Jesuit Hall

11 de octubre de 2022

Fr. Richard Hadel, SJ

Me presento hoy ante ustedes para hablar no sólo en mi nombre, sino también en nombre de todos los jubilados del área de San Luis.

Considero un gran honor ser invitado a reflexionar sobre nuestras vidas en la Compañía. Cualquiera de estos hombres podría estar aquí arriba en lugar de mí. Pero aquí estoy yo y por eso quiero aprovechar esta oportunidad para reflexionar en oración sobre la vida que mejor conozco, la mía. Intentaré hacerlo como si estuviera rezando la «contemplatio ad amorem«, el ejercicio final y duradero de los ejercicios espirituales de San Ignacio. Intentaré ser consciente del amor activo de Dios en cada momento de mis 87 años. Es como el examen diario; mientras que el examen se centra en un solo día, la contemplatio se centra en toda la vida

Si alguien me preguntara en qué consiste ser jesuita, respondería que el trabajo de un jesuita, en sus términos más sencillos, es ayudar a otros a hacer la contemplación sobre el amor de Dios por ellos en sus propias vidas.

El primer momento de importancia en mi propia vida -aparte del propio nacimiento- fue mi bautismo. A la edad de dos semanas, me llevaron a la Iglesia de San Francisco Javier en Kansas City y fui bautizado por el Padre Thomas Jefferson Smith, SJ, en la fiesta del cumpleaños de la Santísima Virgen María.

Ese día, el Señor hizo una alianza conmigo y yo con él. Nos prometimos mutuamente ser fieles para siempre: el Señor a mí y yo al Señor. En el bautismo me sumergí en Cristo, en su vida y en su muerte, descendiendo ritualmente por tercera vez, y resucitando con él al salir del agua. La vida de Cristo y la mía quedaron en adelante entrelazadas.

Cuando era un niño de cuatro años, solía estar sentado junto a mi padre en el banco de la misa. No entendía lo que ocurría en el altar, pero observaba la cara de mi padre y veía que era realmente importante para él. Y así, también se convirtió en algo importante para mí. Dios estaba trabajando en mí a través de mi padre.

En cuarto grado ocurrieron varios eventos importantes. Primero, me confirmaron. Pude hablar por mí mismo y asumir el pacto bautismal, en el que mis padrinos hablaron en mi nombre.

En segundo lugar, un día de ese año, un sacerdote dominico vino a hablarnos de las vocaciones religiosas. Cuando terminó su exposición, levanté la mano y pregunté: «¿Dónde se convierte uno en jesuita?». Hasta el día de hoy me pregunto de dónde salió eso. ¿Acaso alguien, con mayúsculas, puso palabras en mi boca?

Finalmente, por esa misma época, la madre superiora de las monjas de BVN, nuestras profesoras, visitó nuestra clase. Mi trabajo consistía en abrir la puerta a las visitas. Cuando se fue, se dirigió a mí y me dijo: «Vas a ser sacerdote». Entendí sus palabras, pero no la importancia. Dios estaba actuando activamente en mi vida.

Sin saberlo, mi madre también desempeñó un papel importante en este drama. Lavaba, almidonaba y planchaba con regularidad las sotanas blancas que mi hermano y yo llevábamos para la misa dominical.

Durante mis años de bachillerato, la vocación pasó a un segundo plano frente a las actividades escolares, con dos excepciones. Una era la asistencia diaria a la misa en la capilla del instituto antes de las clases. La otra excepción era el baloncesto de los viernes por la noche con varios escolásticos jesuitas en su magisterio, seguido de helados y bromas y muchas risas.

Una vez les dije a los jóvenes jesuitas: «Ustedes se ríen de cualquier cosa». A lo que, por supuesto, se rieron. Inconscientemente, pensaba que la vocación jesuita se traduciría en jugar al baloncesto y comer helados el resto de mi vida. Bueno, de todos modos, estaba más o menos en lo cierto.

En un intento de acortar esta narración ya demasiado larga, en mi retiro de último año en el instituto Rockhurst, pregunté al P. Justin Schmitt, SJ, cómo solicitar el ingreso en la Compañía. Lo solicité y, al ser aceptado, se lo conté a mi madre. Su respuesta: «Aceptan a cualquiera». Me dijo que era demasiado joven; tenía razón. Como el padre jesuita Ralph Houlihan bromeó: «Crecimos en la Compañía», añadiendo enseguida: «No era un mal lugar para crecer». No, no lo era.

En el momento de mi ordenación, mi padre me dijo algo que no yo sabía, que mi madre se había afligido –caer en llanto- durante dos sólidos años después de entregar a su hijo a la Compañía de Jesús. Fue entonces cuando me di cuenta de que mi vocación no era sólo mía. Era también la vocación de mis padres. Yo estaba llamado a la Compañía de Jesús; ellos estaban llamados a entregar a su hijo a la Compañía. Me habían dado la vida y el amor. Me habían dado comida y ropa. Me habían dado una educación y un hogar cariñoso y acogedor. Pero, por último, y lo más difícil, me entregaron.

Llegados a este punto, me siento inclinado a detenerme y a pedir perdón por agobiarlos con tantos detalles banales de una vida tan insignificante, si no fuera porque no estoy hablando sólo de mí, sino también de vosotros.

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