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Story

Por Dan Masterton

25 de septiembre de 2019.- Durante muchos años soñé con trabajar en una escuela de la Red Cristo Rey. Entonces, el verano pasado, el trabajo correcto llegó en el momento adecuado. Postulé, me entrevistaron y fui invitado a trabajar en el campus pastoral de la Escuela Secundaria Jesuita Cristo Rey en Chicago. El trabajo era un sueño hecho realidad, con una salvedad. Soy (sobre todo) un padre que se queda en casa y que trabaja medio tiempo para ganar un poco de dinero extra; estoy enfocado principalmente en mis hijas, Lucy y Cecilia, y en nuestra vida familiar.

Indiferencia ignaciana definida por Marina Mccoy (en inglés).

Después de que Lucy nació, regresé al mismo trabajo con los mismos estudiantes, aunque por menos horas; empezaría un rol a tiempo parcial en una nueva escuela. Esta es una diferencia que subestimé.

Después de unos meses en el trabajo, estaba claro que mi habilidad, entrenamiento y experiencia encajaban muy bien. Sin embargo, mientras luchaba para iniciar y desarrollar sustancialmente relaciones con mis numerosos nuevos estudiantes, ir a la escuela sólo dos días a la semana me dejaba un serio déficit, Mi eficacia como mentor y tutor de ellos no estaba donde tenía que estar.

A medida que transcurría el año comencé a pensar en voz alta sobre esta tensión con mis colegas. El más cercano me escuchó desinteresadamente y dijo: “Esta será una buena conversación para que todos sigamos juntos”. Otro colega expresó: “Te echaríamos de menos, pero tienes que hacer lo que tienes que hacer”. Entretanto, nuestro capellán y supervisor ayudaba a nuestro equipo a dirigir un taller de discernimiento para nuestros adultos mayores en el que hizo hincapié sobre si sabían la diferencia entre estar siendo conducido y sentirse atraído.

Mientras todo esto se desarrollaba, un viejo amigo mío estaba pensando en voz alta sobre esperanzas y sueños. Su comunidad religiosa le había pedido que realizara algunos trabajos importantes simultáneamente, y le preocupaba que su vocación pastoral y aquellos a los que debía servir, sufrieran por ello. Mis dones y pasiones encajaban claramente con las necesidades de su comunidad. Es más, se ofreció a crear un puesto de 20 horas por semana como mi trabajo actual, aunque permitiendo que la mitad de las horas se hicieran remotamente.

Considerando esta transición, compartí todo esto con mi director mientras él discernía sobre el personal para el próximo año escolar. Él me apoyaba afirmándose en mí y en mi trabajo, y, como padre de tres hijos, entendía la necesidad de equilibrio y el discernimiento en las diferentes capas. Dado su apoyo y la colaboración que tuve de mis colegas de la pastoral, no fui conducido afuera ni invitado a elegir un nuevo empleo. Fui valorado, apoyado y adoptado como profesional y como persona.

Sin embargo, al mismo tiempo, me sentía atraído por una nueva oportunidad de trabajar con una comunidad religiosa cercana a mi corazón en un papel más centrado en los adultos y en la comunicación y los recursos (en vez de quedarse sólo en el acompañamiento a los jóvenes) con horas más flexibles para apoyar a mi familia en su crecimiento.

Me esforcé por procesar esto con indiferencia ignaciana, la disciplina espiritual para priorizar sin pretensiones lo que nos acerca a Dios y el amor de Dios sin aferrarme a nada que pueda distraerme de eso. Cuando decidí dejar mi primer empleo – también en una escuela secundaria jesuita-, mi director modeló bien la indiferencia. Después de elogiar mi trabajo y mis dones, dijo: “Al final del día, tengo que ser capaz de llevarte o de dejarte”. Y no porque estuviera resentido o enojado, sino porque entendía que lo más importante para mí, para él y para la escuela era fomentar el discernimiento y ayudar a todos en su camino hacia Dios y su amor. Tenemos que estar desapegados de motivaciones egoístas o miopes para ver más claramente y seguir ese llamado mayor.

En este caso, había discernido que la llamada era seguir adelante. Nunca imaginé que dejaría un trabajo soñado después de 10 meses, pero la decisión objetiva era hacer precisamente eso. Mi actual director estaba decepcionado de perderme, pero emocionado por lo que me atrajo, afirmando mi discernimiento y mi identificación con esa llamada general.

He sido bendecido por estar inmerso en comunidades que abrazan y viven la indiferencia. Mis colegas colocaron el servicio y el acompañamiento de nuestros estudiantes de secundaria por encima de cualquier apego a mí. Mis jefes me valoraron como persona mientras priorizaban el bienestar continuo de la escuela. Mi amigo y nuevo supervisor reconoció la importancia de su pastoral, así como el hecho de que necesitaba ayuda, colocando el servicio y el acompañamiento de otros muy por encima de su propia vanidad. Todo esto me formó para practicar eficazmente la indiferencia en mi propia vida espiritual y discernir más fielmente este camino hacia adelante con Dios.

Así que, ahora, la oportunidad de ir a donde el llamado de Dios me atraía, sin sentirme impulsado a ir, me hace sentir en paz. Como describe Marina Mccoy (en inglés), el desapego que ganamos de una indiferencia adecuada nos da dos grandes dones que he redescubierto a través de este proceso: conocer nuestro valor más allá de cualquier cosa del mundo, incluyendo cualquier tipo de trabajo, viejo o nuevo, y conocer nuestra capacidad de dar y recibir amor en cualquier o en todos los contextos de nuestras vidas.

En la actualidad, Dan Masterton labora como pastor asistente de vocaciones con los Viatorianos. Anteriormente trabajó como pastor en la Escuela Secundaria Jesuita Cristo Rey en Chicago; en la St. Benedict Prep en Chicago; en el Bishop Noll Institute en Hammond, Indiana; y en el Xavier College Prep en Palm Desert, California. Vive con su esposa y sus dos hijas en los suburbios de Chicago. Su blog es The Restless Hearts.

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